En estos días es inevitable pararse al menos un momento a reflexionar sobre la cadena humana del pasado 11 de setiembre, en motivo de la Diada de Catalunya y para reclamar la independencia.
Se oye en continuación la cifra de un millón seis cientos mil participantes, lo que es un número espectacular de personas y estoy segura de que leído en las portadas de la prensa nacional e internacional, causa impresión. Puede que para un lector que no participó en la vía catalana, esto no sea más que una cifra, un número. Es importante prestar atención a la cantidad de personas que estuvo presente manifestándose a lo largo de todo el territorio catalán, para entender cuánta representación tiene la voluntad de independencia. Sin embargo, no quisiera pararme demasiado en un número, porque si eso fuera lo más relevante, entonces se habrían usado más muñecos de cartón para hacer la cadena más abundante, digo yo, pero ese no era el objetivo. A mi, en cambio, me gustaría llamar la atención sobre el ambiente, sobre el desarrollo, sobre el tipo de personas que participaron en la cadena humana.
Desde por la mañana del día 11 de setiembre se respiraba un aire festivo. Se empezaban a ver personas que bajaban de trenes y autobuses y que caminaban a lo largo de las carreteras para llegar a sus tramos. La Diada de este año fue una oportunidad para hacer una excursión con familia y amigos, para visitar otros pueblos del país y quizás aprovechar para descubrir alguna joya de arquitectura escondida. Algunos aprovecharon para disfrutar de la gastronomía local en algún restaurante y, otros muchos, se reunieron cerca de sus tramos alrededor de una mesa plegable de camping a comer en familia, tal fuera domingo.
El clima festivo que reinaba por la mañana fue aumentando a medida que las personas se acercaban a sus posiciones, después de que la circulación al tráfico fuera cortada. Poco a poco, conocidos y desconocidos, entablaban conversación. Los niños aprovechaban para jugar, mientras esperaban. Algunos habían incluso llevado a sus mascotas. Me refiero a perros de talla pequeña, no a las vacas; esas se quedaron en los campos, que es donde tienen que estar.
Lo que me emocionó de este acto reivindicativo fue ver que se trataba de una reunión intergeneracional. Vi a niños pequeños, jóvenes, adultos, abuelos. Vi a personas que habían acudido en grupo y, otras, solas. No fue una manifestación característica de un solo grupo social, fue la manifestación de un sentimiento que comparten personas de todas las edades, clases y zonas geográficas de Catalunya. Y, también, (y esto tenía muchas ganas de añadirlo) personas tanto catalano como castellano-parlantes. No es que a mí me sorprenda, pero quizás a más de uno en España sí. Aquí tenemos la suerte de ser bilingües y yo estoy muy contenta de saber hablar el catalán y el castellano por igual y de expresarme en lo que me de la gana. He tenido la suerte de recibir una educación bilingüe y no creo que tenga ningún déficit escribiendo o hablando en castellano (juzguen ustedes mismos). No me parece que los catalanes necesitemos ser “españolizados”, como algún ministro de poca monda ha propuesto.
Volviendo a la vía. Los organizadores se encargaron de que todo el mundo se repartiera más o menos de manera uniforme. En algunos puntos había mucha gente y se creó una doble fila de personas por falta de espacio. Algunos no se fijaron en eso, porque perdieron el tiempo buscando muñecos de relleno. Entre cantos y cánticos, llegó la hora y, muchos, con el pinganillo de la radio en la oreja, escucharon y cantaron el himno de Catalunya. Este es el himno que yo siento como mío, no la marcha real. Qué le vamos a hacer, nunca me ha ido mucho eso de la música sin un texto.
Sobre las seis de la tarde, la cadena se empezó a deshacer, los participantes se dirigieron a pie o en coche a sus poblaciones de origen y, digamos, que se acabó la fiesta. Antes de acabar quiero remarcar que todo se desarrolló de manera pacífica, sin altercados. La gente reía, cantaba, hacía la ola, en fin, se divertía. No creo que nadie se ofendiera. En la vuelta a casa, hubo un máximo respeto por el ambiente (no quedó todo lleno de basura en los arcenes) y por los demás (los coches cedían el paso, esperaban pacientes, no se oían bocinas estridentes).
Mi reflexión personal de todo esto, que lo viví en primera persona, es que no creo que nos hayamos vuelto todos locos. Si más de un millón y medio de personas se reúnen para manifestarse será por algo. Y esas voces tienen que ser escuchadas. A la señora Sáenz de Santamaría, que sigue insistiendo con eso de “escuchar a la mayoría silenciosa”, le digo que dejen hacer la consulta en paz, que los votos del “no” valen igual que los del “sí” y que si esa famosa “mayoría silenciosa” de la que habla decide expresarse democráticamente a través del voto, pues podrá hacerlo, como lo harán el millón seis cientos mil participantes de la vía catalana.
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